La diva solo aparece en la portada. Dice esto:
SARA MONTIEL
Ha llegado a
Madrid, procedente de Hollywood, nuestra bellísima estrella SARA MONTIEL, para
agradecer personalmente al público y a la crítica el entusiasmo con que acogen
su actuación en “El último cuplé”.
(Fotografía
R.K.O. de su tercera película norteamericana “Run of the Arrow”)
EL RECORTE CCLXXIV
Probablemente cuando Sara le dijo 'sí' a Juan de Orduña para 'El último cuplé' nunca imaginó que dijo 'sí' a un mito, ella misma, que perduraría en el tiempo. A casi 25 años de la mítica película, esta es la semblanza que de su carrera y su leyenda hacía ella misma para la revista Cambio 16. Era en su número de 12 de Octubre de 1.981.
El penúltimo cuplé
SARA MONTIEL
llega tranquilamente a la madurez
La estrella permanece fiel al escenario. Todavía no ha sonado su último tango.
Aquel bailarín
argentino la llevaba suavemente, con la mano derecha apoyada en su cintura, a
lo largo del pequeño rellano al que daba el camerino. Juntos, evolucionaban
bajo la escalera de las oficinas, casi entrando alguna vez en la boca del
escenario. El vestido rojo de ella, de lentejuelas, abierto a un lado, rozaba
con sus hermosas piernas y hacía un ruidito crujiente -¡Fff!, ¡Fff!-, como si
fuera champán. Ella bailaba muy seria, mientras su joven acompañante le
susurraba los pasos numerados del tango. Cuatro, cinco, seis, vuelta. Dos
empleados del teatro la observaban en silencio. En cuanto acabó el ensayo, ella
volvió a su reducido santuario, lleno de luces, vestidos y telegramas. Un cuarto
de hora después, todo el teatro aclamaba la destreza del tango y la voz y la
belleza de la mujer. Sara Montiel, a los cincuenta y tres años, triunfaba de
nuevo.
Más tarde, Sara
se metería al público, literalmente, en el bolsillo de su estrechísimo y refulgente
pantalón, mientras bajaba al patio de butacas a los sones de una vieja canción,
Las camareras. “Echa té, echa té”, cantaba tumbada sobre cuatro
piernas masculinas, las de dos sorprendidos espectadores de la fila 5. Y luego,
con Nena, El relicario y La violetera,
volvió a representar el mágico drama de romanticismo desatado y nostalgia
sentimental que ella creó, para maravilla de todos, con El último cuplé.
El último cuplé, estrenada en 1957, es la
película de mayor éxito en la historia del cine español, que inventó una moda,
originó un estilo y lanzó a una estrella: Sara Montiel. Toda España, y luego
toda Hispanoamérica, quedó encandilada, como por brujería, ante aquella actriz
y cantante de morena sensualidad, voz suave y grave, y escote prodigioso. Lo de
Sara Montiel fue una revelación. Ya había hecho bastantes películas en España
–la primera en 1944-, en México e incluso en Estados Unidos –como Veracruz, con Gary Cooper y Burt
Lancaster, y Yuma con Rod Steiger-,
pero ninguna se podía comparar con El
último cuplé. La gente volvía una y otra vez a ver la película, se aprendía
sus olvidadas canciones de memoria, compraba los discos, padecía el síndrome
del cuplé. Los hombres la deseaban, las mujeres quizá también.
Sara Montiel: la belleza de los cincuenta años. Su estilo marcó toda una época.
El rostro de
Sara Montiel fue el de la España de los años 50, la imagen en que se quería
reflejar todo el país, cansado de posguerra y de vida cuartelera. Sara –Sarita,
todavía- restauró a los españoles los cinco sentidos. O quizá más.
Sara Montiel fue
la heredera de Raquel Meller y de Imperio Argentina, pero llegó más lejos que
ellas en la explotación de su propio mito. El
último cuplé dejó una estela de películas –La violetera, Carmen, la de Ronda, Mi último tango, La reina del
Chantecler y muchas otras- que apuraron hasta la última viruta el frondoso
árbol de la nostalgia, del cuplé, la tonadilla, la belle époque, la mujer fatal devoradora de hombres y los galanes de
cartón piedra.
A Sara Montiel
le salieron decenas de imitadoras, pero fue ella misma la que mejor se imitó.
Con el tiempo, la fórmula quedó vieja, y aunque Sara la compensaba con discos y
actuaciones como cantante, el brillo de la estrella empezaba a disminuir. En Varietés, un film dirigido por Juan
Antonio Bardem en 1971, Sara Montiel trató de recuperar la dignidad perdida por
ese género de cine, pero pocos años después decidió no hacer más películas.
Fue cuando nació
otra Sara, más moderna, más madura, con la misma piel –canela- y la misma
mirada –turbadora- pero con otro estilo y otra “clase”. Sara Montiel dejó de
ser “la Sarita” para convertirse en “Saritísima”, según el afortunado título de
un artículo del escritor catalán Terenci Moix.
Sara Montiel
aceptó de inmediato aquella condecoración verbal y la utilizó para dar nombre a
un espectáculo de music-hall que
montó en el Paralelo de Barcelona. Allí, en las ruinas de lo que había sido el
Broadway español, en el mismo teatro donde ella había rodado unas escenas de El último cuplé, empezó Sara a hacer
realidad la ficción de sus películas, revistiéndose de paso la señorial madurez
que exhiben actrices como Elizabeth Taylor o Lauren Bacall.
Y así, madura y
bella, y con tranquila solemnidad, volvió Sara Montiel al camerino, finalizada
la función de tarde de Doña Sara de la
Mancha, su actual espectáculo en el teatro La Latina, de Madrid, llevando
de la mano a su pequeña hija Thais, que a los dos años y medio de edad ya sabe
ayudarle a repartir claveles desde el escenario.
"Cómpreme usted este ramito, pa lucirlo en el ojal"
"La violetera", inmarchitable.
En el mismo
rellano donde, una hora antes, Sara Montiel había ensayado los complicados
pasos del tango, esperaban los fans,
los que querían su autógrafo, los que tan sólo deseaban verla de cerca, un
joven actor en gira que tenía un día de descanso en Madrid y una niña de once
años que lloraba desconsoladamente sin saber explicar por qué. Tan fuerte es, a
veces, el efecto emocional de un escenario.
Hasta la función
de la noche quedaba escasamente una hora. Sara Montiel se quitó el brillante
vestido de cola, transformó su cabellera castaña en una trenza y se puso una
bata de terciopelo negro. Al lado del camerino, en un corredor del interior del
teatro, había una mesa con mantel de hule y servilletas de papel, que parecía
de restaurante económico. Allí cenó Sara Montiel merluza a la parrilla y una
manzana, junto a su marido y productor de sus espectáculos, José Tous, y los
cantantes José Guardiola y Ramón Calduch, que actúan con ella en la función.
Luego volvió al
rito de los vestidos y los peinados, a ensayar el tango con el bailarín
argentino, bailarlo en escena, descender al patio de butacas y repartir
claveles con un beso. Por la noche no salió su hija –que a esas horas dormía ya
en casa- pero la acompañó Cuchi, su diminuto caniche gris, que también tiene
madera de actor y se va solo al escenario en cuanto oye los primeros acordes de
La violetera.
Cuando Sara se
marchaba esa noche del teatro, abrigándose garganta y boca con un blanco
echarpe de lana, una mujer de unos cuarenta y cinco años bajó el cristal de la
ventanilla de su coche y le gritó: “¡Adiós, bonita!” Qué extraña diferencia con
lo que solía ocurrir veinte años atrás, cuando las mujeres la miraban con una
mezcla de envidia y celos. Hoy, Sara Montiel es para todo el mundo como de
casa, como un lujo acostumbrado y placentero.
Al día siguiente,
que era de descanso, Sara estaba en su gran piso de la Plaza de España, con
vistas al sur de Madrid, y ordenaba cuadros y muebles. Llevaba un vestido
blanco, de tipo ibicenco, el pelo suelto y ningún maquillaje, a excepción de un
poco de sombra en los ojos. Su marido, con el torso desnudo, trataba de
encontrar sitio para dos pequeñas pinturas de la propia Sara, dos paisajes de
fuerte color.
“Está
la casa hecha un lío –dijo
Sara-, porque casi no hemos vivido aquí en todo el
año. Después de la gira por Sudamérica, he estado haciendo galas en varias
ciudades. Además, nuestra casa de verdad, nuestro centro está en Palma de
Mallorca.”
En Palma vive
Sara Montiel desde hace diez años, cuando conoció a su actual y tercer marido.
José Tous es un empresario mallorquín, introducido en el mundo de la prensa –es
presidente del Consejo de Administradores del diario Última hora- y del espectáculo –tiene varios cines y teatros, y un
bingo, el Balear, del que se dice que es el segundo de España en recaudaciones.
Trajes de lentejuelas, boas de pluma, "music-hall". Técnica americana para cantar cuplés.
Sara Montiel
volvió a mirar los cuadros de su salón. Uno de ellos, pintado por Roca Fuster,
la mostraba desnuda, entre ángeles y sedas botticellianas, el pelo recogido y
la luz brillando en sus altos pómulos. “Me gusta
mucho la pintura –dijo-. Antes tenía más
cuadros aquí. Tenía también unas cerámicas de Dalí, originales y firmadas, pero
me han desaparecido mientras arreglaban la casa los albañiles. Una pena.”
Se sentó en un
diván y pidió a su asistenta una ginebra con tónica. Sara no bebe mucho, pero
cuando toma una copa suele ser de ginebra. La noche anterior, después del
teatro, había ido a una discoteca bastante exquisita cerca de la Puerta de
Alcalá, y también pidió un gin-tonic.
Allí se encontró con Juan Gyenes, el famoso fotógrafo, que la conoce desde hace
casi cuarenta años, cuando le hizo las primeras fotografías, aún adolescente y
recién llegada de Orihuela con su madre, decidida a ser artista.
Las fotos de
Gyenes llegaron a Cifesa, la importante productora cinematográfica española de
aquellos años, que la contrató inmediatamente para una película de Ladislao
Vajda, el checo afincado en España que luego se haría famoso con Marcelino, pan y vino. Aquella primera
película, titulada Te quiero para mí,
tuvo rápida continuación: Empezó en boda –junto
a Fernando Fernán-Gómez-, Bambú –al
lado de Imperio Argentina-, Mariona
Rebull, donde cantó su primer cuplé, y sobre todo Locura de amor, donde interpretaba el papel de Aldara, la amante
mora de Felipe el Hermoso (Fernando Rey), marido de doña Juana la Loca (Aurora
Bautista).
El director de Locura de amor fue Juan de Orduña, quien
después de la estancia de Sara en México y Estados Unidos, la volvió a llamar
para que protagonizara El último cuplé. Y
el resto está en las enciclopedias.
“Ni
en sueños podía yo imaginarme aquel éxito –dijo Sara, mientras jugaba con su pelo
y se hacía una pequeña trenza a un lado-. Yo venía
de una familia muy humilde. Mi padre era labrador en Campo de Criptana (Ciudad
Real). Pero estaba muy enfermo, tenía asma, y los inviernos los pasaba muy mal,
porque hacía un frío muy seco. Le recomendaron otro clima y nos fuimos todos a
Orihuela (Alicante). Yo tendría entonces cuatro años.”
La pequeña Sara
–su verdadero nombre es María Antonia Abad- no fue siquiera a la escuela. Le
enseñaron a leer unas monjas, cuando ya tenía nueve o diez años. También le
enseñaron a cantar. Luego, cuando estuvo en México estudió arte dramático, y en
Los Ángeles dio clases con el director Elia Kazan. “Pero
yo creo que el mayor porcentaje de mi éxito se debió a una personalidad propia,
muy mía –añadió Sara-. Era un estilo de
cantar, de vestir, de moverse, un estilo de maquillaje, una manera de actuar.”
"El último cuple" (1957), una reciente sesión fotográfica, y "Carmen, la de Ronda" (1959)
Una belleza natural y una estudiada fotogenia.
La Mae West manchega
Fue también una
bomba erótica en la reprimida España de los años 50. En la pantalla, su rostro,
su cuerpo y su voz eran sexo puro. Tenía una manera de seducir muy inmediata,
nada artificiosa ni convencional. Y estaba al extremo opuesto de la
pornografía. Como ella misma cantó en el cuplé La pícara ingenua: “Porque la que practica
la ingenuidad, de todo lo que tiene, enseña la mitad”. Sara Montiel
era una mujer que podía entrar perfectamente en la vida de cualquier
espectador. Era lo contrario de Greta Garbo, por el lado serio, y de Marilyn
Monroe, por el frívolo. Era española, racial, pero nada folklórica. Era una
mujer de verdad.
Todavía hoy lo
es, aunque ya no haya muchas mujeres como ella. Sara Montiel encarna los
atributos femeninos por excelencia. Por eso le cae tan bien a las mujeres. Y a
los homosexuales. Ella es la reina de las reinas, la emperatriz adorada del
mundo gay. A los travestis les encanta disfrazarse de Sara Montiel, la Mae West
manchega. Porque son, como ella, más femeninos que las mujeres.
“Es
cierto, están enloquecidos conmigo”, dijo Sara, y volviéndose a su marido
preguntó: “Amor, ¿cómo podrías tú contestar a
esto?, porque es verdad”.
“Yo creo que se ven en ti –dijo él-, porque eres la
imagen de lo que ellos quisieran ser.”
“Bueno,
yo tengo amigos que me dejan, vamos, anonadada, con la boca abierta –añadió ella-. Porque se maquillan, se arreglan y se visten igual que
yo. Y en los carnavales de Río de Janeiro hubo, hace años, dos premios por
parecerse a mí.”
Sara, que
siempre ha estado muy segura de sí misma, reconoció la importancia y el valor
de su belleza, pero dijo que nunca se ha empeñado en prolongarla hasta donde
era físicamente imposible.
“Yo
tengo la cabeza sobre los hombros –afirmó-. Y
actúo y voy por la vida con arreglo a la edad que tengo. Bueno, ahora ya no
estamos en la época de ir de negro y llevar collares de perlas, cuando una
mujer de veintiocho años, si no se casaba era ya una solterona. Hoy, una mujer
de cuarenta, cincuenta o sesenta años puede ser joven si está –chasqueó
los dedos- al día.”
Ella, desde
luego, no dejó un solo día de estar al día. Sobre todo en el terreno amoroso.
Ya de jovencita tuvo numerosos amantes, algunos bastante conocidos en el mundo
del cine o la literatura. Y se casó tres veces: la primera con el director
norteamericano Anthony Mann, luego –y esta vez por la Iglesia- con un
industrial llamado Ramírez de Olalla, y la tercera con José Tous.
Con ninguno de
esos tres maridos logró tener hijos. “Aborte once
veces, pero ninguna de ellas voluntariamente –dijo-. “Yo estoy en contra del aborto. Lo que pasa es que he
llegado a estar muy grave. Llegué a perder un hijo de ocho meses. Fue el
primero, me caí por unas escaleras y se me descolgó y se me murió dentro. Ahora
tendría veintiún años. Luego perdí los demás –añadió- . Siempre me dijeron que yo tenía edema de King. Yo estoy
bien, soy una mujer normal, pero he tenido mala suerte”.
Sara Montiel en familia.
Con José Tous, su marido y su hija Thais.
Directora de televisión
Sara Montiel y
su marido tuvieron que optar por los hijos ajenos. “Nuestra
hija Thais, que nació en Brasil, no es adoptada sino legitimada –dijo
ella-. Ahora queremos un niño. Hubiéramos querido
tenerlos antes, pero no pudimos. De todas maneras, no nos importa la diferencia
de edad con ellos, porque nosotros no somos padres tardíos, sino abuelos
prematuros. Y dentro de diez años –añadió-, como
seguiremos siendo muy guapos y muy arreglados y muy bien, nuestros hijos no nos
tomarán por abuelos”.
“Nos
casamos civilmente el año pasado –dijo Sara-. Nosotros
no creemos en el matrimonio, pero lo hicimos por la niña.” Por Thais, su
niña, la actriz ha hecho más cosas. Por ejemplo, ir a misa. “Yo creo en Dios –dijo-, pero
no en la Iglesia. Sin embargo, creo que a la niña tengo que enseñarle todo y
luego escogerá ella lo que quiera.”
Hubiera
parecido, al oír sus palabras, que Sara Montiel es una mujer franca y abierta.
Quizá sea así, pero también es muy precavida y cuidadosa con lo que dice. “He tenido que tragar mucho en mi vida –concedió-,
al principio, en medio y ahora. Ha habido gente que
me ha hecho mucho daño.” Pero no quiso ser más explícita ni dar nombres.
“Habrá
que esperar a que se publiquen mis memorias –dijo-. Ahí
sale todo. Voy a decir todo. Alguno se va a picar, si.”
Esas memorias no
son, por ahora, más que 200 folios que Terenci Moix ha recogido de sus
conversaciones con ella. Ella aclaró que no tiene veleidades literarias. Sin
embargo, publica cada semana un artículo con su firma en una revista. “Yo lo grabo en un magnetófono y luego mi marido lo
corrige”.
Otra cosa que
hace es estudiar la técnica de la televisión. Sabe que las cadenas privadas
están al caer y ella quiere dirigir sus propios programas. En realidad, muchas
de sus películas están casi dirigidas por ella. En el mundo del cine español
daban miedo sus conocimientos sobre los objetivos, la iluminación y los ángulos
de cámara.
“Es
que eso hay que saberlo –adujo
ella-. Hay que saber si te están enfocando con un
objetivo de 50 milímetros de distancia focal o con una de 75, o con uno de 120.
Porque si es un primerísimo plano, que le toma desde la mitad de la frente a la
mitad de la barbilla, tienes que actuar de diferente manera a si es un plano
general. Esa es una técnica que requiere el cine. Es lo contrario que el
teatro, donde hay que ser más espectacular, más exagerada, porque la fila más
cercana está a cuatro o cinco metros del actor, mientras que en la pantalla
cinematográfica están ahí, presente. Y esa técnica yo la tengo que conocer. Y
el que no la conoce, después de llevar tantos años en el cine como yo, es que
es un zoquete.”
Con Fernando Rey en "Locura de amor" (1948)
Primeros pasos de una estrella.
Sin embargo,
Sara Montiel ya no quiere hacer más películas. “El
cine español ya no va por mi línea –dijo-. Es
un cine muy raro, muy preocupado por la pornografía. Fuera de Berlanga, Saura y
Eloy de la Iglesia –en esas cosas fuertes que hace éste de vez en
cuando-, el cine español actual no me interesa.”
Tampoco le
interesó Buñuel cuando ella vivía en México. “Buñuel
hizo muchas películas allí, pero eran muy malas. Después, cuando volvió, parece
que los aires de Europa le sentaron mejor”.
Sara Montiel dio
un último sorbo a su gin tonic. Se
levantó para probarse un vestido del espectáculo que la modista estaba
arreglando. ¿Se veía a sí misma, dentro de veinte años, en el escenario? “No, no –dijo con una sonrisa-, dentro de veinte años, no. Quizá dentro de seis, o cinco,
o tres. A lo mejor entonces digo que me he cansado.” Por ahora, sigue
cantando, cada noche, su penúltimo cuplé.
José Luís Rubio
LA FOTO CCLXXIV
Ibáñez inmortaliza el bellísimo perfil de Sara a finales de los '50.
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